Redención sin despedida


Cuando el tiempo empieza a contar y un día, sin más, se para...
A mi abuelo.
Con amor, su nieta.

Recuerdo, aunque duela, nuestro último momento juntos. De la mano, como en pocas ocasiones, perdidos en una eterna mirada. ¿Qué pensabas? Tengo la sensación de que en nada en particular y todo en general. ¿Qué pensé yo? El motivo de esa mirada... Aún no sabíamos nada pero sospechábamos demasiado, hasta la duda. Duda, que pasó por mi cabeza en ese instante ¿será este mi último momento contigo? Fugaz como el flash de una foto, tal y como recuerdo ahora aquél momento, se borró de mi memoria guardando sólo para nosotros el color gris azulado que revelaban tus ojos. Dos semanas después, dudo, ¿eran realmente de aquel color tus ojos? No lo se y no hubo forma de saberlo. Nunca más volví a verlos abiertos.

Recuerdo, aunque hiera, nuestro reencuentro. Tu ya no eras tú y yo comencé a dejar de serlo. Allí tendido y sin palabras que poder darnos aunque quisieras. Cómo añoré entonces poder preguntarte. ¿Cómo era tu voz? Aunque imposible ya para ti y a pesar de que nunca fuiste de los que callan, me asombro pensando lo poco que decías y lo mucho que dejaban tras de sí, tus palabras. Me dijeron que estabas consciente y que ¡cuidado con lo que hablaba! y fue en ese momento en el que pensé confesarte que fumaba. Quería ahorrarte el disgusto, quería impedirte la frustración del habla y callé aún pensando que sería una buena forma de saber que tan consciente estabas. Y tarareé una canción, despacio, intentando no rasgar mi alma, bajito, para que no se me saltaran las lágrimas, intentando que eso te calmara. Una semana después, dudo, ¿sabrías que era yo la que cantaba?

Recuerdo, aunque me mate, nuestra despedida. Con la promesa de un "te llamaremos" fui la única en trabajar ese día. Me desperté con la certeza que te irías pronto y me rompí al decirlo por primera vez en voz alta, esa era la confirmación de un miedo: tu marcha. Con la angustia en el pecho y una sonrisa en la cara intenté ofrecer mis mejores formas en un trabajo que me estigmatizaba. Demasiados rostros mayores y ninguno era el tuyo. De vuelta a casa, mi abuela. De vuelta al trabajo y al final de la jornada, la llamada. Sin tiempo para reaccionar te marchaste mientras hacía yo caja. ¿Me echaste de menos? ¿Te acordaste de mi? ¿Supiste que yo faltaba? ¿Me quedaba algo que decir?

Corrí con el coche como si pudiera alcanzar tu alma pero no me quedó, al llegar, ni tu calor. Te habías marchado y no pude decirte mi último "estoy aquí". Con el corazón roto casi en la garganta, me tomé mi tiempo y entré con miedo de ver tu cuerpo. Pero sólo era eso, una cáscara a los que todos hablaban. Olvidé que tenía algo que decir ¿Qué era? No podía recordarlo. ¿Puedo tocar? ¿Debería tocar?. "No le mires de este lado", me dijeron. Pero lo hice y vi tu cara. Si, ya no eras tu y yo, dejé de ser yo. Cuando al final pude estar sola contigo, toqué tu mano. Empecé a sentir cómo el frío llegaba y se traspasó a la mía. Fue entonces cuando decidí que, aunque doliera, estuviera o no preparada, yo estaría ahí fuera cual fuera el momento.

Me quedé en el pasillo a la espera. "Será duro", me advirtieron, "no querrás estar ahí cuando se lo lleven". Pero quería estar, si pudiera habría estado hasta en la autopsia. Ese era mi autocastigo, ese era mi deseo, esa sería mi despedida. Tapado con una sábana te llevaron mientras luchaba contras las lágrimas. No dejaría que cayera ninguna hasta que las puertas del ascensor se cerraran. Y me quedé ahí, con mi arrepentimiento sin culpas, con mi decisión y mi pena.

Acompañada llegue al tanatorio. En mi primera vez allí, tuve la sensación de ser un lugar tranquilo. La amplia sala y el cristal tras el que te dejaron, dentro de una caja cerrada, imaginaba cómo estarías allí. Demasiados 'lo sientos' después, tuve la sensación de estar en una reunión de amigos. Nadie se lo quiso perder hasta hacer parecer la sala un bar donde se cruzaban las conversaciones. Me molestaba, pero uní a la fiesta. No me dolía, no tenía tristeza, no estabas allí para mí, tan sólo una caja de madera. 

A última hora, ya en mi casa y con la mente en blanco me cuestioné la frialdad con la que había afrontado aquel día. Ver a mi madre rodeada de amigos, creo, ayudó y supe, que no soy de las que se rompen delante de cualquiera. No dejaría que vieran mi dolor y, sin proponermelo, lo había ocultado ante demasiada gente que no lo sentía, que estaba allí por compromiso de mi familia. En mi funeral, me dije, sólo los míos estarían.

Al día siguiente, tu 'entierro'. A ti, te incinerarían. Me levanté cansada, conociendo lo que me esperaba. Un último deseo de mi abuela, me devolvería tu cuerpo. Esta vez te tendría delante, de nuevo y por última vez. Tenía que pensar en qué decir y al llegar, de nuevo, el frío cristal, el ataúd de madera, las flores que esta vez sí iban con dedicatoria: las rojas, tus hijas; las rosas, tus nietas. Miraba a través del cristal, en una sala, por fin, casi vacía, preparándome mi despedida. ¿Qué sentiría? ¿Qué sentía? "Llora si lo necesitas", me dijeron. Pero no podía. No debía. Aún no.

Minutos después llegó mi hermana con nuestro encargo. Dos rosas separadas. Hasta eso no fue como deseaba. Yo quería girasoles. Nunca supiste que eran mis favoritos. Pero me encontré dos rosas, una roja y otra amarilla y al verlas encima de tu ataúd, algo se volvió realidad. Un dolor. Una pena. Al fin estaba ahí contigo. Llegó el momento y tus amigos llegaron junto al resto de la familia. Ahora sí que sí, la gente lo sentía y me quedé en un rincón, sin buscar atención, sólo el silencio de una sala que volvía a parecer una reunión. Pero esta vez, me quedé allí, en silencio, buscando sin encontrar las palabras que había perdido.

Cuando llegó el momento nos avisaron. Sólo seis entramos: un pasillo, casi como si fuera la parte de detrás de un escenario, dos mujeres vestidas de negro te custodiaban. Delante, mi abuela y tía, detrás yo y mi hermana. Dejamos un espacio entre nosotras. Mi deseo no volvía a cumplirse. Quería estar sola, en aquella sala donde habías estado. No me dejaron. No la funeraria. Tenía que despedirme, tenía que ver por última vez tu cara pero no quería, así no, demasiada gente. Preocupada por mi abuela y su dolor, por el trance que iba a pasar mi hermana, por que mi padre no viera lo que él había manifestado que no deseaba... demasiados deseos... ¿y el mío? ¿y mi momento contigo? ¿dónde estaban mis palabras? Me acerqué desconcertada, te miré sin verte, me quedé viendo tu pelo y quise tocarlo como en días atrás. "No lo toques", me advirtieron "no te gustará sentirlo así". Demasiadas advertencias y últimos deseos rotos... y entonces, sólo entonces, un hilo de voz... "Iaio, estoy aquí. Estoy aquí, como te prometí". Con los ojos sin lagrimas, alcancé a mi hermana.... "Aquí estamos". Y me rompí.

Salí con el corazón destrozado. No me fijé en tu ropa. Olvidé todo y me recompuse. Tras girar una esquina, la gente, de nuevo. Levanté la cabeza y mi a mi madre con una pregunta en sus ojos. Me acerqué y más serena que nunca le dije "está todo bien" y nos metimos en la sala, esta vez sólo nosotros. Atónita por lo ocurrido, me noté calmada. Me senté en el sofá de la sala y justo cuando empecé a soltar las lagrimas retenidas, llegó el momento, una misa demasiado corta y fría que sentí por tus creencias. Vi cómo te alzaban y ahí estábamos tú, sólo en alma y yo, sólo en cuerpo. Vi mi rosa y me concentré en mirar la caja. No apartaría la vista, no, hasta que te bajaran. Sin llorar. Aguantando las lagrimas no me perdería ni un momento...

15 minutos después salí, desgastada por el dolor. Besos vacíos. Gente que me abrazaba. Y yo sólo podía llorar, ahora sí era el momento. Quería llorar, ¡ya basta!. Dejadme mi dolor. Yo decido hasta cuando y sólo fue hasta que el único abuelo que me quedaba me dijo "no merece la pena, hija. Así no". Y me frené. Caminé por donde me llevaron hasta el crematorio y sólo recuerdo una oración:

La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado. 
Yo soy yo, vosotros sois vosotros. 
Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo. 
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. 
Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. 
No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste. 
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. 
Rezad, sonreíd, pensad en mí. 
Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, 
sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra. 
La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha cortado. 
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? 
¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? 
Os espero. No estoy lejos, sólo al otro lado del camino.

San Agustín de Hipona.

Me reconfortó hasta que vi a mi abuela diciéndote adiós con la mano mientras te llevaban y, contigo, todo nuestro amor.

Días después tus cenizas llegaron, por error, a casa y aquí te quedaste en un tarro dentro de una bolsa que pesaba demasiado. Te acompañé hasta el cementerio. Yo y unos pocos. "Hasta el último momento", me dije, "ahí estaré yo". Mientras, tú, junto a tu hija, como siempre quisiste, aún sin lápida. Y ya sin palabras que dedicarte, me marché dejándote atrás pero con la promesa de volver para cerrar el círculo: tu lápida, con esa frase que aún no hemos decidido. Y entonces, sólo entonces, recordaré lo que había olvidado, aquello que tenía que decirte, ya por fin, claro:

No eras perfecto. No me gustabas en muchos momentos.
Hiciste mucho por mi, en épocas que no recuerdo.
Protestón, sin cariño ni voluntad por avanzar,
te acomodaste en un sofá que, aún, hoy, añora tu presencia.
Esa silla ya vacía, me molesta.
Esa silla que se unió a otra que aún duele.
Espero que entendieras nuestras formas.
Espero aprendieras algo en el camino.
Porque aún imperfecto y sin tanto amor repartido,
te esperaré al final del mío.

Comentarios