Lo que siempre quise decirte

Retomo el blog para rescatar una extensa carta que escribí en 2013, entre los meses de junio o julio, muy cerca de mi cumpleaños y coincidiendo con un momento ya relatado en "Hola, gracias y hasta siempre". Quiero ser lo más concreta posible con el cuándo porque es relevante para entender el motivo por el que fue escrita y, sobre todo, para la persona a la que está dirigida: un antiguo amor, al que nunca le llegó y que, seguramente, jamás la lea.

No obstante, en el caso de que esa misma casualidad que me ha permitido encontrarla perdida entre mis archivos, le haya llevado a él a este post y esté, en este momento, leyendo mis palabras, solo espero que la recibas con la misma buena energía con la que la hice, con la que la he editado y con la que la guardaré. Sin más, te dejo con ella...


Hoy voy a hablarte intentando no esconderme entre metáforas. Finalmente ha llegado el día y me siento ridícula escribiendo lo que siento después de casi seis años. Quizás, lo hago porque necesito desprenderme de algunas cosas para dejar que otras nuevas ocupen su lugar. Tal vez sea lo único que me ayuda realmente a reflexionar, aunque en realidad creo que tan solo me gusta la idea de imaginarte leyendo estas palabras.

Para que me sea más fácil empezaré por el principio. Puede que no lo sepas pero nos conocimos antes de lo que seguramente recuerdas. Fue durante las jornadas de bienvenida de la Universidad. Nos habían convocado a todos los recién llegados en el aula Magna y recuerdo una intensa sensación de inseguridad. Éramos muchos y, entre ellos, yo y una amiga de la infancia que habíamos escogido la misma Universidad y carrera.

Entramos juntas a la gran sala y nos sentamos hacia la mitad de las cerca de 30 filas de sillas que había, justo en el extremo izquierdo al lado de una columna. De aquel día recuerdo ese angustioso momento en el que decidieron pasarnos un micrófono para que nos fuéramos presentando uno por uno. También ese turno de preguntas que llegó después y cómo alguien que estaba justo en la fila de detrás, un asiento a mi derecha, comenzó a hablar como si no hubiera nadie en el lugar. ¿Adivinas quién? No recordaba tu nombre pero jamás olvidé tu voz. Parecía no importarte lo que pensaran de ti y, ahora que lo pienso, nunca lo hizo.


A los pocos días me encontré en una clase casi tan llena como aquella sala. El turno de tarde me había separado de mi amiga y tuve que sobrevivir por mí misma. Éramos tantos que no reparé en ti y tuvo que pasar una semana para que empezara a acercarme a la gente. Iván y Jaume fueron de los primeros. Después llegó Alex y con él, el resto del mundo, algo por lo que estaré eternamente agradecida dado que no sé si habría soportado pasar otra semana buscando ‘algo qué hacer’, durante esos descansos de media hora que se me hicieron eternos y que fueron el motivo por el cual falté a las primeras cenas de clase.

Poco tiempo después, durante una charla que mantuve con un grupo de gente en la cafetería de la estación de metro, noté que un nombre saltaba de forma constante en cualquiera de las conversaciones que se mantuvieron aquel día: Pablo. Esa fue la primera vez que sentí curiosidad por ti, aunque pronto entendí por qué todo el mundo te nombraba, dando así lugar a mi segundo gran recuerdo contigo: el primer día que te tuve cara a cara.

Nos encontrábamos en uno de los dos breves descansos que teníamos. Era casi de noche y estaba junto a un grupo pequeño de personas. De repente escuché a alguien decir tu nombre y a ti respondiendo. Fue entonces cuando, casi como si se tratara de un rompecabezas, todo cobró sentido. Tú eras ese ‘Pablo’ del que todos hablaban y, por tu voz, el chico del día de la presentación. Me sorprendió y recuerdo que ‘destino’ fue la primera palabra en venir a mi mente.  

Tras ello, escuché los ecos de una conversación que se había iniciado acerca de las personas con pareja. Como sabes, ese no era un tema desconocido para mí y sabía demasiado bien cómo caerían algunos de mis comentarios al respecto. Sin querer convertirme en la protagonista de nada, solté más bajito de lo que es mi tono de voz habitual: “Es muy sencillo hacer que alguien con pareja caiga”. Y tú, saltaste como un resorte: “Ah sí, prueba conmigo, ¡vamos!”.

Bueno, entre tú y yo, creo que los dos sabemos quién ganó esa primera batalla


No obstante, no solo me pareció rara tu respuesta sino que, además, no entendí muy bien el sentido de ella. Francamente pensé: “¿Pero qué quiere que haga este chico? ¿Qué me lance? Eso no funciona así…” Pero lo cierto es que esa conversación me llevó a saber un dato más sobre ti: tenías pareja. Y todas mis alarmas se encendieron automáticamente. No hay nada como un desafío, a priori inocente, para desatar algo más y yo lo sabía, aunque en el aquel momento no pensé que llegaría tan lejos.

Además, para mi desconcierto en aquel momento, tras subir de nuevo a clase, te vi cambiar de lugar por otro situado justo enfrente del mío para, entonces girarte y escribir algo en mi mesa. A penas me dio tiempo a leerlo porque nada más preguntarte por ello decidiste borrarlo sin mediar palabra. Varias semanas después, recordé lo que ponía y supe de su significado: la palabra era Ainhoa. A día de hoy, al recordarlo, me sigo preguntando: ¿por qué lo hiciste?

El tiempo fue pasando y los momentos juntos acumulando. Aún recuerdo alguno de ellos y son tan claros que aún me resultan transparentes, aunque estén desordenados en mi cabeza. Al principio solo los recordaba por despecho, después como una forma de curar las heridas y, otras veces, tan solo por melancolía.

Como aquel día que también abandonaste tu asiento en clase para sentarte junto a mí, dado que me había quedado sola en la fila, y lo extraño que me pareció aquel gesto ya que evidenciaba aún más, lo que empezaba a estar más que claro: tu interés; o aquel en el que parecía molestarte que la camiseta que llevaba dejara al descubierto uno de mis hombros, casi como si fuera una provocación, algo que repetiste en alguna otra ocasión aunque solo porque creo que sabías que era algo que me incomodaba. Una incomodidad que también sentí ese día en el que me dijiste que tu novia tenía unos pantalones parecidos a los míos, aquel en el que me indicaste lo bien me quedaba una camiseta roja que aún guardo, u otro en el que me hiciste saber del parecido físico que tenía con tu anterior pareja.

“¿Te recordaba a tu ex?” -pensé- y “¿eso te traía malos recuerdos, a sabiendas de lo no muy sana que me habías confesado que había sido esa relación?”. Unas dudas que te revelé tiempo después y que fueron fruto de lo mucho que me molestaba pensar que, quizás, te habías sentido atraído por mí por los recuerdos que te podía llegar a traer de un tiempo pasado.

También recuerdo ese momento en el que me pediste que me sentara encima de ti durante uno de los muchos descansos que compartimos entre clase y clase, y en cómo acepté pese a saber los comentarios que me esperarían después; o cuando me dijiste que tenías algo que preguntarme, así como la incertidumbre y el desconcierto que sentí tras conocer cuál era tu duda: “¿qué creía yo que debía tener una pareja?”.

La pregunta me hizo plantearme mi propio recorrido sentimental hasta ese entonces y esas mismas experiencias condicionaron mí respuesta. En aquel instante no supe decir qué quería (quizás, porque me había conformado con muy poco), pero precisamente por ello supe que lo único conocido para mí era lo que no estaba dispuesta a aguantar.

Siempre quise saber por qué, de entre todas las opiniones disponibles y dado que aún éramos demasiado cercanos, quisiste conocer la mía. Aún me pregunto qué pasaba en tu vida para tuvieras esas dudas y si te ayudó en algo mí respuesta.


Otro momento que también guardo es aquel en el que cogí lo que me pareció una agenda, y en cómo me indicaste que era más bien un diario. Sentí que mí curiosidad había invadido tu intimidad y en cuanto lo supe, quise leer más. Esa fue la primera vez que me restringí a misma.

También recuerdo ese momento en el que, dado el interés de Joaquín y el tuyo, me vi en medio de ambos, de una forma más literal que metafórica. Algo que, además, no pasó desapercibido para nadie y que supuso la primera ocasión en la que desconfié de la situación, pues pensé que, quizás, esa atención era fruto de un interés compartido. Realmente llegué a pensar que era una especie de moda y fueron varias las semanas en las que esperé a que se pasara el efecto ‘novedad’.

Otro instante que me viene a la mente es aquel en el que vi cómo te enviaban un mensaje indicándote que yo iría una fiesta a la que jamás acudí, pero que nos sirvió para saber cuán interesado estabas; o aquella ocasión que supe de casualidad que compartíamos un hobbie (el manga) y en cómo intencionadamente saqué el tema para que te convirtieras en mi cómplice.

Y así podría seguir hojas y hojas llenas de pequeños momentos. Como ves, para cuando tú empezaste a jugar yo te llevaba varias carreras de ventaja. Pero para mí, hasta ese momento, sólo era eso: un juego al que estaba acostumbrada. Sabía cuáles eran las reglas y los límites, pero en la medida que el partido avanzaba me daba cuenta de lo fascinante que me resultabas.

Sin embargo, empecé esta carta diciéndote que no me iba a esconder entre metáforas así que dejemos las cosas claras: tenías pareja y, por experiencia, sabía del poder de la complicidad y de lo tentador que podría resultarte el hecho de tener un espacio en el que poder ser esa persona que fuiste alguna vez, lejos de los márgenes de esa relación. También me conozco demasiado como para mentir y decir que fui arrastrada a cualquiera de esas situaciones que vivimos, fruto de un interés que fue compartido, aunque no fuera desde el inicio. Porque si hay una verdad en esta historia es que me ganaste a base de gestos y detalles, aun si esa tampoco fue tu intención.

No tengo problema en admitir que, además, me resultaba divertida y hasta cómoda la situación, aunque solo fuera porque sabía hasta dónde podía e iba a llegar. Al final, he llegado a la conclusión de que también yo quise que fuera así, porque la historia me era conocida. No olvides que yo tenía 18 años y por muy resabida que estuviera, que en parte lo estaba, que tú estuvieras en esa situación sentimental ayudó a que me sintiera segura, pues no había nada que esperar y porque era de lo que había ‘estado bebiendo’ desde la adolescencia. Y sí, me había vuelto conformista y realmente era feliz con eso, dado que tal y como solía repetirme por aquel entonces: “No puedes echar menos algo que desconoces”. Y el amor correspondido, lamentablemente, no estaba en la lista.

No obstante, al margen de esos instantes, hay otros que quedaron guardados en un lugar privilegiado como esa excursión que hicimos al pueblo de al lado, los de siempre, en horario de clase. Recuerdo estar sentados en el muro de un parque y como tú te alejaste poniendo una falsa excusa que todos entendieron. Todos, menos yo. Aún recuerdo a Iván adelantándome lo que acontecería después: tú con una rosa ¿para mí? Un gesto que no era la primera vez que recibía, que nunca me gustó y que, por tu parte, se me hizo innecesario.

Volví a clase sin tener idea de los motivos que te habían llevado a hacerlo y con miedo a tener que dar demasiadas explicaciones. Creo que debí ser la única que no entendía algo que, en principio, era simple: te gustaba. Aún con complicaciones sí, las mismas que tenía yo en mi pequeña cabeza y aquellas que impedían que esa idea se hiciera realidad. A día de hoy, sigo creyendo que simplemente era miedo a la esperanza dentro de una repetitiva situación de la que había recibido demasiados fracasos.


Algo que quizás no sabes es el ‘acoso’ a preguntas al que me vi sometida casi a diario. A todos parecía interesarles qué estaba sucediendo entre nosotros y, supongo, que la mejor forma de saberlo era preguntando a la parte que menos cuentas tenía que dar y, por tanto, que menos restricciones iba a ponerse a la hora de hablar. No hubo día en que alguien me preguntara por nosotros y eso, sumado al propio agobio que me infligía yo misma por tu situación, me hacía parecer como tú posteriormente me describirías: 'fría'.

Navidades. Recuerdo aquella llamada que me hiciste preguntándome “¿qué pasa si te regalo algo?”. Recuerdo negarme primero y aceptar después, como parte del acuerdo al que llegamos fruto de tu falso pretexto: el regalo no sería comprado, sino algo regalado y que no querías. Acepté porque sabía que, quisiera o no, me ibas a regalar algo. Y ese momento llegó mientras esperaba la confirmación de si eras una persona de hechos o de palabras. Sin duda, fuiste de los primeros y creo que eso fue lo que realmente me enganchó a ti.

Tuvo que pasar mucho tiempo para lograr desprenderme de esa esencia regalada y que me trajo ese sentimiento. De hecho, aún guardo esa caja metálica en la que llegó envuelta y me cuesta no sentirme melancólica ante el olor de ese perfume que hace tiempo olvidé y que no he vuelto a comprar, probablemente porque sé que fue un olor compartido.

¿A quién se le ocurre regalarme lo mismo que a la que entonces ya era tu ex? Al menos podías haberte preocupado en guardar esa información. Pero no pudiste o no supiste, como tantas otras cosas que tampoco te guardaste. Sin embargo, nunca fui tonta y si hay algo que había aprendido hasta ese momento es que no importan los títulos, porque las novias no lo son porque alguien decidió llamarlas así, sino que es el tiempo que compartisteis el que os ‘ata’ a ellas, aun cuando estáis oficialmente solteros. Y no hay nada más difícil que luchar contra los recuerdos de la ha sido 'vuestra chica'. Y lo sabía Pablo, sabía que aunque oficialmente no lo fuera, ella, en aquel momento  aún seguía siendo 'tú chica', y el que no parecieras verlo me frustraba.

Mi regalo. Busqué qué podía darte yo a ti a cambio, pese a saber que no era algo que esperaras. Me concentré en que fuera algo útil, algo como una caja de madera que, como olía a humedad, perfumé con una muestra de tu regalo. Y me enamoré de la idea que tú mismo me regalaste tras recibirlo y percibir el olor. Sí, de algún modo puse algo de mí misma en esa pequeña caja. Hoy me pregunto: ¿la sigues teniendo? y ¿qué guardas en ella?

Tenemos la rosa, el perfume pero hay algo que me diste que me llegó más que cualquier otra cosa que pudieras haberme ofrecido: dedicación en forma de llamadas nocturnas o de canciones, como aquella de ese anime que te dije que me encantaba, que buscaste y pusiste sin decir nada aquel día que fuimos a fnac. Simples detalles. Normales, supongo. Pero no para mí.

Llegados a este punto quizás te preguntes con qué clase de tíos me he relacionado. A día de hoy, ya no me lo pregunto, aunque de alguna forma siempre supe la respuesta: tíos que no me decepcionarían porque me atraían por lo que no eran. De todos aprendí mucho, casi lo mismo que ellos consiguieron restarme, y en esas circunstancias llegaste tú.


Hemos hablado de llamadas, pero hay tres que guardo con cariño y que fueron claves en esta historia. En la primera ibas borracho. Por primera vez te noté vulnerable y te quise un poquito más. Me hablaste acerca de tus relaciones presentes y pasadas, y recuerdo desear estar ahí para acompañarte. Creo que, de haber sido así, hubiera descubierto algo más que sólo intuí entonces: no te habían querido bien y tú, que hasta entonces me parecías un tío listo, te habías conformado sólo por los viejos recuerdos. Como la mayoría de personas que conozco, solo que yo siempre pensé que no eras como el resto. Esa noche vi algo de realidad, tu realidad, porque ya sabes lo que dicen 'los borrachos no mienten', y yo aún sigo creyendo que te empeñaste en ser feliz, aun cuando creo que la felicidad no debería venir del esfuerzo.

En la segunda, llamaste llorando y dijiste: “Lo he dejado con mi novia”. No lo creí y no fue verdad, pero con el tiempo aprendí a valorar la llamada en sí misma por encima del mensaje. No obstante, el aquel momento, tras serenarte, me vi intentando descifrar si había un mensaje oculto. Hoy creo que no lo hubo, simplemente fuiste alguien que llama a una amiga aunque, entonces, ¿por qué no decirle toda la verdad? ¿Habría cambiado algo si me hubieras dicho ‘me han dejado’? Puede que para ti no, pero para mí había, hay y habrá una gran diferencia. El día que supe la verdad de aquella llamada, dos años después, fue la primera vez que me decepcionaste.

Durante la tercera me expuse como hacía tiempo que no lo hacía. El detonante fue un mensaje en el que, por fin, te anunciaba que había decidido jugármela y que iría a por todas, aún si mis experiencias me decían que chocaría contra el mismo muro de siempre. Y lo hice, solo que antes de lo que esperaba. Algo que escribí hace tiempo fue que “no valen los arrepentimientos si no fuiste capaz de jugar todas tu cartas” y así me sentí por mucho tiempo: perdedora de una partida en la que apenas había jugado…

Hay varios lugares de los que también guardo gratos recuerdos. Por ejemplo, tú casa. Por un lado, esta aquel día en que un grupo de elegidos nos encerramos en un sótano a ver ¿un concierto de Britney Spears? Aún sonrío al recordar la escena y en lo que pensé al verme ahí sentada en aquel sofá: “más de una hora a oscuras, contigo”. Supongo que no fui la única en pensarlo, dado que nos dejaron prácticamente el sofá para nosotros, algo que me permitió mostrarte una de mis debilidades y ser consciente de lo nerviosa que me ponía a tu lado, hasta el punto de sudarme las manos.

La siguiente ocasión fue mucho más agridulce, fue casi hacia al final de esta historia. Habíamos quedado para ir de compras y recuerdo pensar en lo ridícula que me resultaba la situación. Tú ya habías decidido con quien querías estar y yo no entendía qué hacía allí. Tras comprar unas zapatillas, recuerdo el momento en el que una chica te pidió consejo, en cómo miró buscando mi aprobación y en lo perdida que eso me hizo sentir.

Después, al llegar a tu casa me mostraste un vídeo en el que bailabas y que apenas recuerdo fruto de las muchas dudas que tenía, las mismas que se esfumaron en aquel instante en el que, al levantaste del sofá y saltar varias veces intentando colocarte el pantalón, se te cayó. Lo siguiente que viene a mi mente es a ti subiéndote los vaqueros. ¡Mira que hemos vivido situaciones surrealistas!

Y hablando de casas. Recuerdo tu visita a la mía, cuando te mostré algunas fotos de cómo había sido mi vida antes de que tú llegaras. Fuiste el primero de la Universidad en conocerla, mi casa y mi familia. Sé lo incómodo que te resultó pero recuerdo que no entendí muy bien el motivo. Supongo que ambos sabíamos que ya quedaba poco de esa amistad de la que hablábamos, aunque en realidad fui la única en que se empeñó en llamar así a esa extraña relación que manteníamos. Supongo que, en parte, me aferraba a la idea de no perderte cuando todo terminara, porque me servía de excusa para acercarme y porque realmente valoraba todos esos momentos que compartimos. Aunque lo cierto es que, en ese entonces, fuimos muchas cosas pero nunca amigos.


Aún recuerdo aquel día de los Santos Inocentes, en cómo llegaste e inventé que me había liado con Iván. ¿Qué fue lo que pensaste? Recuerdo tu reacción. Jamás te volví a ver tan descolocado y amé ese día por encima de todos los otros muchos buenos momentos que compartimos. Esa fue la primera vez que me llamaste, te dije dónde estaba y acudiste de inmediato. La primera en la que pensé que eras de los pocos que siempre estaba ahí para mí, y aún hoy sigo pensado que de los dos, tú fuiste el único en correr en mí dirección y yo la que siempre esperó a que volvieras. Eso aún no ha cambiado.

La noche. Son dos las fiestas que tenemos para recordar, pero pasaré de puntillas por aquella en la que salí tan perjudicada que hasta quién no estuvo la recuerda, donde me cogiste de la mano por primera y última vez y en la que hicimos esa apuesta que jamás cumplimos, para ir a otra noche aún más importante para mí. Habíamos quedado los de siempre y fuimos a Rumbo.

Recuerdo llegar y verme, sin pretenderlo, entre un grupo de desconocidos que me invitaban a un chupito. Noté tu cara y sé que no te molestó. Después jugamos todos a pasarnos el hielo, sin importar lo que pensaran de nosotros. Pero, sin duda, el momento que guardo con más cariño de esa noche es aquel en el que estuve hablando en valenciano con un desconocido, signo de mi profunda ebriedad, y en cómo por un instante no te pensé. No sabía dónde estabas y no tuve esa necesidad de saberlo, hasta que finalmente apareciste detrás de mí, reclamándome con la excusa de que nos íbamos. Tras descubrir tu farsa, vino una confesión inesperada y ese ‘pedestal’ al que me elevaste me asustó, aunque me hizo pensar que, quizás, no era la única que estaba idealizando algunas cosas…

Me veo a mi misma en la puerta de aquella discoteca sonriendo ante lo que parecían ¿celos? Y sí, me gustó. Después todos debieron intuir lo que iba pasar dado que se marcharon dejándonos solos en un coche dirección a mi casa. Te recuerdo debatiéndote en si salir de él conmigo o no, y sé, porque me lo contaste, que aquella noche no fue lo único en lo que dudaste. Sin embargo, para ser franca, yo tampoco estuve en disposición de besarte y no por tu situación personal. Esa fue la primera noche en la que me arrepentí haber bebido demás.

También debo reconocer que esa noche fue la única que me siguió torturando tiempo después. Porque de saber lo que ocurriría al final, te hubiera besado aún a riesgo de haber llegado a casa peor de lo que comenzaba a estar. ¿Te he dicho alguna vez que me mareo en coche? Eso no hizo más que agrandar el problema pero, aún con ello, no pude evitar arrepentirme de esa noche por lo que no hice, aún si la conclusión hubiera sido la misma y a pesar de que, seguramente, tal y como me dijiste tiempo después, el beso hubiera complicado aún más la situación. Sé que te alegraste de no haberlo hecho. Hoy, sabiendo cómo fueron las cosas, ¿sigues pensando lo mismo?

A mí, si me dieran a escoger un momento de aquellos días al que volver para cambiar algo, ese sería mi momento. Porque he aprendido gracias a ti que si hay algo que te va doler, lo va a hacer por mil barreras que te pongas, así que vívelo, rómpete en mil pedazos, recomponte y aprende porque nada en esta vida, salvo la muerte, va a impedir que con el tiempo lo superes. Porque cuando pase ese tiempo lo único que conseguirás, si no lo haces, son arrepentimientos. Desde entonces, en mayor o menor medida, y retomando mis palabras: no dejo ninguna partida a medias.


He dejado para el final, el peor y el mejor momento contigo.

El peor, aquella tarde que mantuvimos ‘La Gran Conversación’. La llamé irónicamente de ese modo porque se dijo demasiado que finalmente quedó en humo. De ella extraje, quizás erróneamente, dos conclusiones. La primera fue que seríamos amigos. No inmediatamente después porque sabía lo incómodo que iba a resultar presentarme así habiendo vivido lo que vivimos, especialmente después de mostrar algunos de los mensajes que nos enviamos en aquellos días a la que entonces volvía a ser tu pareja. Una acción que no entendí en ese momento y que hoy sí comprendo.

Además, te aseguraste de no presentarnos desde el principio, lo que hacía más incómoda la situación si cabe. Aún recuerdo como, casi cuatro años después, coincidimos una tarde en el portal de ese edificio donde estaba vuestra casa, que  también era el de otra compañera de carrera. Lo desconcertante que fue saludarnos, pese a no haber habido presentaciones. Quizás, nunca hicieron falta.

La segunda conclusión equivocada que saqué de aquella ‘Gran conversación’ fue que, al final, tú me comunicarías tu decisión. Algo que siempre me gustó de nosotros es que no importaba lo incómodo o extraño que fuera el tema, siempre lo hablábamos. Así que, aunque nunca hubo una confirmación explícita, sencillamente deduje que cuando decidieses volver con ella, me lo contarías oficialmente. Pero nunca lo hiciste o sí… porque una tarde, durante un descanso y mientras estaba reunida con unas pocas personas, que no eran de nuestro grupo habitual, llegaste y te introdujiste en la conversación con un tema que no tenía que nada que ver y un: “…porque mi novia. Recuerdo mirar a Cristina y en cómo me devolvió la mirada, mientras en mi mente se cruzaron cuatro palabras: “Ya está. Se acabó”.

Esa fue la primera vez que noté que algo se había roto, por lo que me pareció una alta desconsideración por tu parte. ¿A caso no me merecía algo más? Cómo te culpé por ello. Cómo me molestó. Y ese fue el día en el que decidí dejarte yo.

Me alejé de ti literalmente. Buscaba lugares en los que no encontrarte y fue difícil dado que compartíamos clase. Sin embargo, durante esos días, descubrí algo que me había estado negando a mí misma: te habías convertido en alguien imprescindible para mí. Cualquier mínimo contacto contigo me hacía sentir satisfecha y, ¡vaya!, con qué poco me había llegado a conformar...

Sé que el hecho de que me fuera tan incómodo hablar contigo tiempo después, fue fruto de ese distanciamiento, voluntario y necesario, pero ¿sabes lo que realmente me dolió de todo aquello? Que renuncié a lo único que daba sentido a todas las decisiones que había tomado hasta entonces, aquello que intenté proteger: tu amistad. Y durante mucho tiempo, demasiado, tuve que lidiar con lo que se había quedado como mi ‘asunto pendiente’ y ese sentimiento de pérdida.

Y en esa lucha interior, un día, volviste a aparecer. Recuerdo que te sentaste a mi lado en el patio y cómo Cristina nos dejó a solas. Supongo que notaste mi alejamiento (aunque no hice demasiado para ocultarlo), y buscaste esa conversación que siempre nos faltó. Pero, para mí, era tarde. Creí que no la necesitaba y a pesar de todo, aún creo que en cierto modo sí la mantuvimos. Quisiste saber si me pasaba algo y yo te respondí preguntándote si creías que había algo por lo que debía estar enfadada. Nos miramos, sonreíste con un “No” en la boca y un “Pues ya está” saliendo de la mía. Esa, creo, fue la primera vez que nos mentimos conscientemente y la última vez en que miré cómo te marchabas.


Después hice un montón de cosas innecesarias pero justificadas dado mi profundo despecho. No me cuesta admitir que pasé por todas las fases que supone un rechazo. Y después de culparte me puse a recordar todos esos instantes que habíamos vivido y que hoy te he traído en esta carta.

Empecé a reflexionar y caí en la cuenta en el poco tiempo que duró esta historia que aún se me hace eterna. Me di cuenta de que me había enamorado de una idea idílica, y por tanto irreal de ti, la cual usé de plantilla para los que llegarían después. Había sido injusta. Fuiste el único en disculparse en aquella ‘Gran Conversación’ por algo que puede que buscaras pero sin mala intención. Y sí, te equivocaste tanto como pude hacerlo yo, pero solo tú lo reconociste a tiempo. No eras perfecto, aunque en algún momento que no recuerdo había empezado a desear que lo fueras y eso no era justo.

Después comencé a separar lo real de lo imaginario de aquellos recuerdos. Soy de esas personas que, con el tiempo e involuntariamente, tiende a añadir ficción o dramatismo a según qué momentos de mi vida. Quizás sea causa y consecuencia de esa vena literaria que tengo. Y una vez lo diferencié: te vi. Realmente eras al margen de la situación, de lo vivido, de tu historia, de mi idea de ti, alguien diferente. Me gusta decir que especial y, tras reconocerlo, me sentí orgullosa de haberte conocido.

Me habías llevado a un mundo desconocido hasta ese momento para mí y, a pesar de que te odié por ello al final, sentí que había sido algo necesario. Tú me robaste esa paz -a la que he llamado anteriormente ‘conformismo’- que tanto me costó conseguir y me mostraste qué es cuidar a alguien. Y aunque finalmente decidiste quedarte el caramelo, una vez superada la abstinencia, aprendí que estaba en posición de querer y pedir más. Gracias.

Pero si ese fue el momento malo ¿adivinas cuál es el bueno? Pues la primera vez que nos reencontramos. Había pasado unos ¿tres años? Estaba acudiendo a una clase de libre configuración en el Seminario y coincidimos. Creo recordar que era tu cumpleaños y aunque aún guardaba algún rencor, al verte, todo se desvaneció. Nos abrazamos y recuerdo sentir que fue más largo de lo que se suele dar, y en él dejé mucho de ese enfado.

Por una vez abandoné el rencor y lo cambié por nostalgia. Sí, te había echado mucho de menos y ya no se trataba de amor o amistad. Para mí fue algo más profundo y realmente sentí que podía haber alargado ese abrazo más tiempo. Creo que, de haber sido algo más valiente, podría haberte dicho las ganas que tenía de hablar contigo. De hablar de nuestra historia y de reírnos juntos al respecto.

Fuiste con el único que no lo hice y, creo, que de haberlo hecho, después, al reencontrarnos por tercera vez, mi reacción ante la noticia de tu nueva ruptura con tu pareja habría sido diferente. Lo cierto es que no supe reaccionar, no sabía qué esperar y me llené de dudas. Al final, supongo, que hice lo que me hubiera gustado que hicieran conmigo y te escribí mostrándote mi apoyo, con la esperanza de que no vieras segundas intenciones en mis palabras, pues no, no las hubo.


Lo único que me queda es hablarte de los motivos que me han llevado a escribir lo que ya parece un testamento. Empecé esta carta diciendo que lo hacía porque necesitaba desprenderme de algunas cosas para dejar que otras nuevas ocupen su lugar, porque escribir es lo que me ayuda reflexionar y que, probablemente, solo lo hago porque me gusta la idea de imaginarte leyendo estas palabras. Hay mucha verdad en esos motivos, pero la realidad es que  lo hago para cerciorarme de que no te olvides de esos momentos juntos.

No me gusta pensar que fui la única en anclarse, durante un tiempo, a nuestros recuerdos. Porque me gustaría saber las respuestas a todas estas dudas que aún arrastro. Saber qué fue de ti en todo ese tiempo. Conocer quién es ese Pablo que a día de hoy eres. Mostraste quién es la Mireya que tú, con esas lecciones que aprendí a través de esta historia, me devolviste.

Y he elegido este momento porque, siguiendo con esta corriente romántica que siempre tuve, y si los cálculos no me fallan, hoy estoy más cerca de lo que jamás estuve de esa persona que conocí hace cerca de siete años. Y es que ahora tengo la misma edad que tenías tú, cuando nos conocimos por primera vez en aquella gran sala.

Comentarios